De los cien lenguajes a las danzas del alma

Hace años trabajé en una escuela inspirada en el enfoque de Reggio Emilia, una experiencia que transformó para siempre mi manera de mirar el aprendizaje, a los niños… y también a mí misma.

Este enfoque nació en la ciudad italiana de Reggio Emilia, de la mano de Loris Malaguzzi, un pedagogo visionario que creía profundamente en las capacidades creativas y cognitivas de los niños. Para él, los niños poseen cien lenguajes para expresarse, y nuestro papel como educadores no es enseñarles qué pensar, sino acompañarlos y documentar mientras exploran, crean y construyen su propio conocimiento.

En la escuela, esa filosofía se vivía cada día. Organizábamos laboratorios de investigación abiertos, donde los niños elegían temas, planteaban hipótesis, construían, experimentaban… Nosotras observábamos con atención, sin interrumpir sus procesos de aprendizaje, intentando captar esos destellos de pensamiento que aparecen en un gesto, un silencio o una mirada cómplice entre ellos.

Muchas veces registrábamos estos talleres en vídeo, lo que me permitió aprender a mirar de otra manera: al revisar las grabaciones, aparecían detalles que habían pasado desapercibidos en el momento. Así descubrí que los niños comunican muchísimo más allá de las palabras: a través del movimiento, el tono de la voz, la pausa, la emoción en los ojos… Fue como abrir una nueva ventana para comprender su mundo.

Años más tarde, mi formación en análisis del movimiento de Rudolf Laban me ofreció un lenguaje para todo aquello que ya intuía: que el cuerpo también piensa, siente y crea. Este enfoque estudia cómo nos movemos —los patrones, cualidades, dinámicas y espacios que habitamos al movernos— y permite descubrir lo que cada gesto revela sobre nuestra forma de estar en el mundo. Comprendí que cada movimiento cuenta algo, que el cuerpo es un territorio lleno de significados, y que observar el movimiento es otra forma de escuchar.

Otro aspecto fundamental de mi trabajo en la escuela era la pareja educativa. No se trataba de dos docentes repartiéndose tareas, sino de construir una relación dialógica y creativa, con todos los desafíos que eso implica: aprender a escuchar, negociar, compartir decisiones, sostener desacuerdos y encontrar caminos comunes pero siempre con la intención de sostener juntas el proceso de aprendizaje de los niños. Fue una práctica de humildad y crecimiento, porque trabajar en pareja exige reconocer la propia subjetividad y, al mismo tiempo, abrirse a la mirada del otro.

Más tarde descubrí que esta experiencia resonaba de nuevo en los Diálogos Abiertos, un enfoque en salud mental comunitario en el que también se trabaja con al menos un co-terapeuta, el paciente y su red. Allí entendí que la polifonía no es solo un recurso pedagógico, sino una filosofía de vida: las voces múltiples enriquecen, generan nuevas posibilidades y evitan caer en verdades únicas o rígidas.

Hoy miro hacia atrás y reconozco que todas estas vivencias han nutrido profundamente mi camino. Reggio Emilia me enseñó a escuchar con todos los sentidos, Laban me dio herramientas para leer el cuerpo en movimiento, y tanto la pareja educativa como los Diálogos Abiertos me recordaron la importancia del trabajo conjunto. Lo que queda es una convicción: el aprendizaje siempre se teje en relación, en ese espacio compartido donde se encuentran los lenguajes, los cuerpos y las miradas.

Porque al final, educar, acompañar o sanar… siempre es un acto compartido.

Una danza entre lenguajes, miradas y corazones.

Uma Zuasti.