Entre la ternura y la ciencia: lo que aprendí con Pikler y Malaguzzi

Cuando trabajaba como maestra en una escuela inspirada en la pedagogía de Loris Malaguzzi (Reggio Emilia) y en los estudios de Emmi Pikler, había algo que me desconcertaba profundamente: la recomendación de Pikler de evitar el contacto físico en forma de caricias o abrazos con los niños que crecían en los orfanatos de Budapest. Yo venía de una mirada donde la ternura y el abrazo eran gestos naturales de cuidado, y me costaba entender por qué una investigadora tan sensible insistía en esa aparente “distancia”.

Apego sin dependencia

Con el tiempo comprendí que no se trataba de frialdad, sino de una manera distinta de proteger a los niños. Pikler observó que los pequeños en instituciones tendían a generar un apego excesivo y confuso con los cuidadores, que no podían garantizar continuidad ni estabilidad afectiva. Un niño que se aferra a un adulto que después desaparece sufre una herida repetida que impacta en su desarrollo emocional. Para evitar este vaivén doloroso, Pikler apostó por un cuidado donde la seguridad se transmitía a través de la constancia, la previsibilidad, la mirada atenta y la voz calmada.

Hoy sabemos, gracias a la neurociencia, que la voz cálida y la mirada sostenida activan circuitos cerebrales relacionados con la confianza y la regulación emocional.

El valor de la autonomía

En paralelo, la escuela recogía también el espíritu de Malaguzzi: los niños como portadores de “cien lenguajes” para expresarse, investigar y crear. En ese marco, se valoraba enormemente la expresión corporal y la danza creativa. Recuerdo que en aquel momento yo propuse introducir la Biodanza: el equipo aceptó mi iniciativa, pero a medida que la practicábamos sentíamos que no terminaba de encajar del todo con la filosofía del centro. En aquel entonces no lo entendí del todo; me parecía que la danza podía ser una herramienta preciosa de conexión. Han pasado años y ahora veo con claridad lo que entonces me costaba aceptar: la Biodanza, tal como está planteada, mantiene un grado de dirección y conducción externa que limita la exploración espontánea del niño.

Una reorientación necesaria

Por eso, finalmente, la propuesta de Biodanza se reorientó a trabajar con las profesoras. Y allí sí tuvo un sentido: facilitó la cohesión del equipo educativo, fortaleció la confianza entre nosotras y abrió un espacio de cuidado mutuo que después se reflejaba en el acompañamiento a los niños. En los adultos, esa vivencia dirigida funcionaba como un recurso para alinear sensibilidades y crear un clima común de trabajo.

Una lección para siempre

Ese contraste me ayudó a comprender que tanto Pikler como Malaguzzi compartían una misma raíz: la convicción de que el niño, si se le da un contexto de seguridad y respeto, puede desplegar por sí mismo su capacidad creativa y su manera única de estar en el mundo.

Hoy, al mirar atrás, agradezco esa tensión inicial entre mis intuiciones y lo que el entorno me devolvía. Fue una escuela en sí misma: una experiencia que me enseñó que el verdadero cuidado no siempre es dar más, sino aprender a dar de otra manera, ofreciendo el equilibrio justo entre presencia y libertad, ternura y autonomía.

“Comprendí que educar no es llenar de afectos o de consignas, sino ofrecer presencia, confianza y libertad para que cada niño descubra su propio ritmo.”

Uma Zuasti.